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martes, enero 28, 2014
El Umbral entre la Vida y la Muerte
Si algo funciona mal en nuestro cuerpo, queremos que lo arreglen. Si algo destructivo avanza en nuestro organismo, queremos detener la enfermedad. Acudimos a médicos y hospitales con la expectativa de que cuidarán de nuestro cuerpo. No esperamos que el alma también se vea involucrada. Sin embargo, una enfermedad mortal apela al alma, requiere recursos espirituales y puede ser una iniciación al reino espiritual que atañe al paciente y a quienquiera que se vea inmerso en el misterio que acompaña la posibilidad de morir. Cuando se vive en el límite –en el reino fronterizo entre la vida y la muerte-, se vive en un tiempo y lugar "liminal". Este vocablo proviene de la palabra latina que significa “umbral”. No es una palabra de uso cotidiano; la traigo a colación porque su sentido evoca la experiencia personal y la memoria colectiva de la humanidad, a la que todos tenemos acceso. Cuando participamos en algo que nos cambiará y alterará el modo en que los demás se relacionan con nosotros –como cuando nos casamos, nos alistamos en las fuerzas armadas o nos ordenamos sacerdotes, nos convertimos en médicos o superamos una experiencia traumática-, ésta es una experiencia liminal. Cuando en el nivel físico nos iniciamos en el conocimiento de algo que nos era ajeno –por ejemplo, a través del acto sexual o el embarazo-, cruzamos el umbral. Sin embargo, en ese momento, la toma de conciencia física, mística o espiritual de lo que está ocurriendo determina su significado como una experiencia del alma. Esto es lo que sucede con una enfermedad mortal, que de un modo semejante atañe al organismo y sin embargo puede afectarnos espiritualmente.
La enfermedad, sobre todo cuando existe la posibilidad de morir, nos hace dolorosamente conscientes de lo valiosa que es la propia vida y la vida en general. Se produce un cambio en las prioridades. Advertimos la verdad de lo que importa, quién importa y qué hemos hecho con nuestras vidas, y hemos de decidir qué hacemos ahora que lo sabemos. Las relaciones importantes se ponen a prueba y se fortalecen o se destruyen. Nos cuestionamos nuestras creencias espirituales y religiosas o la ausencia de las mismas. La enfermedad constituye una ordalía tanto para el cuerpo como para la mente, y un período que ha de concluir con su curación.
Hubo un tiempo, o eso parecía, en el que las enfermedades potencialmente fatales eran acontecimientos trágicos inesperados que les sobrevenían a los niños pequeños, y las enfermedades terminales eran fundamentalmente estados crónicos que afectaban a los mayores. Los exámenes médicos y las biopsias han hecho posible diagnosticar enfermedades mortales en una fase temprana y tratarlas agresivamente, de tal modo que los propios tratamientos invasivos suponen un riesgo para la salud y la vida. Ahora muchas personas corren el peligro de morir o quedar impedidas en su madurez. El sida y el cáncer reclaman a tantos en los primeros años de su vida adulta que muchos consideramos que la madurez es un campo de batalla en el que un gran número de individuos caen abatidos a nuestro alrededor; para los que trabajamos en profesiones relacionadas con la salud, el impacto de las cifras es aún más demoledor. Las enfermedades mortales nos golpean de cerca. Una de ellas puede amenazar a nuestra mujer, a nuestro amante, a nuestro hijo o hija, a uno de nuestros padres, a un amigo o a uno mismo.
Ser un paciente obediente y pasivo o el campo de batalla en el que los médicos la combaten contra el reducido grupo de personas que cuestionan la autoridad, ven la vida desde un punto de vista alternativo y comprenden que hay un vínculo entre el cuerpo y la mente. Tanto como paciente o como individuo que asume una responsabilidad y se encuentra emocionalmente ligado a éste, las decisiones que adoptemos o permitamos que otros adopten tendrán consecuencias de vida o muerte. Actuar con miedo o sin confianza, siguiendo los dictados de la intuición o ignorándola, hacer lo que sabemos que es adecuado aun cuando moleste a alguien; estas cuestiones vitales adquieren una inusitada relevancia cuando la muerte y la convalecencia dependen de nuestras decisiones. Además, si la medicina pierde la batalla por la curación, a menudo los doctores abandonan el terreno desahuciando al paciente, que en lo sucesivo es un recuerdo de la derrota.
La enfermedad, sobre todo cuando existe la posibilidad de morir, nos hace dolorosamente conscientes de lo valiosa que es la propia vida y la vida en general. Se produce un cambio en las prioridades. Advertimos la verdad de lo que importa, quién importa y qué hemos hecho con nuestras vidas, y hemos de decidir qué hacemos ahora que lo sabemos. Las relaciones importantes se ponen a prueba y se fortalecen o se destruyen. Nos cuestionamos nuestras creencias espirituales y religiosas o la ausencia de las mismas. La enfermedad constituye una ordalía tanto para el cuerpo como para la mente, y un período que ha de concluir con su curación.
Hubo un tiempo, o eso parecía, en el que las enfermedades potencialmente fatales eran acontecimientos trágicos inesperados que les sobrevenían a los niños pequeños, y las enfermedades terminales eran fundamentalmente estados crónicos que afectaban a los mayores. Los exámenes médicos y las biopsias han hecho posible diagnosticar enfermedades mortales en una fase temprana y tratarlas agresivamente, de tal modo que los propios tratamientos invasivos suponen un riesgo para la salud y la vida. Ahora muchas personas corren el peligro de morir o quedar impedidas en su madurez. El sida y el cáncer reclaman a tantos en los primeros años de su vida adulta que muchos consideramos que la madurez es un campo de batalla en el que un gran número de individuos caen abatidos a nuestro alrededor; para los que trabajamos en profesiones relacionadas con la salud, el impacto de las cifras es aún más demoledor. Las enfermedades mortales nos golpean de cerca. Una de ellas puede amenazar a nuestra mujer, a nuestro amante, a nuestro hijo o hija, a uno de nuestros padres, a un amigo o a uno mismo.
Ser un paciente obediente y pasivo o el campo de batalla en el que los médicos la combaten contra el reducido grupo de personas que cuestionan la autoridad, ven la vida desde un punto de vista alternativo y comprenden que hay un vínculo entre el cuerpo y la mente. Tanto como paciente o como individuo que asume una responsabilidad y se encuentra emocionalmente ligado a éste, las decisiones que adoptemos o permitamos que otros adopten tendrán consecuencias de vida o muerte. Actuar con miedo o sin confianza, siguiendo los dictados de la intuición o ignorándola, hacer lo que sabemos que es adecuado aun cuando moleste a alguien; estas cuestiones vitales adquieren una inusitada relevancia cuando la muerte y la convalecencia dependen de nuestras decisiones. Además, si la medicina pierde la batalla por la curación, a menudo los doctores abandonan el terreno desahuciando al paciente, que en lo sucesivo es un recuerdo de la derrota.
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