CENTRO FÉNIX DE NATUROPATÍA
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Hola ! ! !

Más allá de las limitaciones impuestas por la percepción,
existe la certeza de ser lo que nunca perdimos.
El conocimiento de la conciencia de ser
es la única Libertad que tenemos.
Adelante, están invitados.

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miércoles, octubre 09, 2019

El Deseo de Estar Presente

El verdadero "Yo" viene de la esencia. La esencia de lo que somos es un "querer ser" y desarrollar la esencia que somos viene después con un "querer ser capaz de ser". La esencia está formada por las impresiones asimiladas en la infancia hasta los cinco o seis años, cuando se produce una ruptura entre la esencia y la personalidad. Para continuar su desarrollo, la esencia debe volverse activa a pesar de los obstáculos provenientes de la presión ejercida sobre ella por la personalidad. Necesitamos el recuerdo de nosotros mismos para que sea la esencia la que pueda volver a recibir las impresiones. Solo en un estado consciente se puede apreciar la diferencia entre la esencia y la personalidad.

Por lo común las impresiones son recibidas de forma automática. La personalidad reacciona con pensamientos y emociones que dependen de su condicionamiento. Esas reacciones al ser automáticas, las impresiones no son transformadas porque una personalidad como esa está muerta. Para ser transformadas, las impresiones deben ser recibidas por la esencia. Eso requiere un esfuerzo consciente en el momento de su recepción. Eso requiere un sentimiento definido, un sentimiento de amor por el ser, por estar presente.
Hay que responder a las impresiones, no desde el punto de vista de la personalidad, sino desde el punto de vista del amor por estar presente. Eso transformará nuestra forma de pensar y de sentir.

La primera necesidad es tener una impresión de nosotros mismos. Comienza por una lucha cuando surge la pregunta sobre uno mismo. Por un instante hay una pausa que permite que nuestra atención cambie de dirección, regrese hacia uno y entonces la pregunta nos toca. Esa energía trae una vibración como si en nosotros resonara una nota, un sonido que hasta ahora no vibraba. Es muy tenue, muy fina, pero, sin embargo, se comunica con nosotros. Se siente. Es una impresión que se recibe. Todas nuestras posibilidades están ahí. Si vamos a abrirnos a la experiencia de Presencia, eso va a depender de la manera en la cual recibimos la impresión.

No se comprende suficientemente el momento de ese enfrentamiento, de la recepción de la impresión y por qué es tan importante. Uno no ve la necesidad de verse en la vida, porque la oposición de la impresión nos arrastra. Si no hay nadie en el momento en que la impresión es recibida, se reacciona automática, ciega, pasivamente, y uno se pierde. Hemos de negarnos totalmente a aceptar la impresión que tenemos de nosotros mismos, tal como somos en ese momento. Al pensar, al reaccionar, al interponernos a la recepción de esa impresión, nos cerramos. Imaginamos lo que somos. No conocemos la realidad. Somos prisioneros de esa imaginación, de la mentira de ese falso "yo". Habitualmente buscamos despertarnos por la fuerza, pero no lo conseguimos. Podemos y debemos aprender a despertar, a abrirnos conscientemente a la impresión de uno mismo y a ver lo que somos en el momento mismo. Será un encuentro para despertarse, un encuentro traído por la impresión que recibimos. Eso nos pide una libertad de estar en movimiento y de no interrumpirlo.

Para tener el deseo de estar presente, debemos darnos cuenta de que no estamos ahí, de que estamos dormidos. Debemos comprender que estamos encerrados en un círculo de pequeños intereses, de avidez, en el cual el "yo" está perdido. Y seguirá perdido si no podemos relacionarnos con algo superior. La primera condición es conocer en uno una calidad diferente, por encima de lo que es ordinariamente. Entonces la vida podrá cobrar un sentido nuevo. Sin esa condición no puede haber trabajo. Se debe recordar la existencia de otra vida y al mismo tiempo conocer la vida que llevamos. Eso es despertar. Despertamos a estas dos realidades.
Se debe comprender que por uno mismo, sin una relación con algo más elevado, no somos nada, no podemos nada. Por uno mismo solo podemos estar perdidos en ese círculo de intereses; no tenemos ninguna cualidad que nos permita escapar de él. Para eso tendríamos que sentir nuestra absoluta nulidad y empezar a sentir la necesidad de ayuda. Debemos experimentar la necesidad de relacionarnos con algo superior, de abrirnos a otra cualidad.

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domingo, septiembre 29, 2019

No Nos Conocemos

Necesitamos saber quiénes somos. Si no lo sabemos, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Qué va a responder en nosotros a la vida? Entonces, debemos tratar de responder. Nuestro raciocinio trata de responder. Nos aporta sugerencias sobre lo que somos: seres humanos que pueden esto, que han hecho eso, que poseen aquello. Ofrece posibilidades de todo lo que conoce. Pero la razón no nos conoce, no conoce lo que somos en este momento. Y nuestro sentimiento ¿puede responder? Entre todos nuestros centros es él quien podría responder mejor, pero no está libre. Está al servicio del que quiere ser el más fuerte, el más grande, el más poderoso y que sufre todo el tiempo por no ser el primero. Entonces no se atreve, tiene miedo, duda. ¿Cómo puede saber? Ciertamente hay una sensación, la sensación del cuerpo. Pero, ¿el cuerpo «es uno mismo»?
De hecho, no nos conocemos. No sabemos lo que somos. No conocemos ni nuestras posibilidades ni nuestras limitaciones. Existimos y, sin embargo, no sabemos cómo es que existimos. Creemos afirmar nuestra propia existencia y dirigirla en una dirección determinada. Pero respondemos a la vida emocional o intelectual o físicamente.


Nunca somos nosotros quienes respondemos. Creemos que podemos hacer, cuando en realidad «somos accionados», movidos por fuerzas de las que nada sabemos. Todo ocurre en nosotros. Todo sucede. Los hilos son jalados sin que nos demos cuenta. No vemos que somos como marionetas, como máquinas puestas en movimiento por fuerzas exteriores.
Al mismo tiempo, podemos ver que nuestra vida transcurre como si fuera la vida de otro. Podemos ver que nos agitamos, esperamos, nos lamentamos, tenemos miedo, nos aburrimos, sin que nos sintamos participar en ello. La mayor parte del tiempo podemos darnos cuenta a posteriori de que es uno mismo quien ha hecho esto o ha dicho aquello. Actuamos antes de darnos cuenta de ello. Es como si nuestra vida se desenvolviese sin participar conscientemente de ella.
Se desenvuelve mientras estamos dormidos. De vez en cuando, los sobresaltos o los conflictos nos despiertan por un instante. En medio de la ira, o de un dolor, o de un peligro, y abrimos los ojos: «¡Fíjate: soy yo, aquí, en esta situación, viviendo esto!» Pero después del conflicto nos volvemos a dormir y puede pasar mucho tiempo hasta que un nuevo suceso nos despierte.

Podemos comenzar a ver la verdad de que no somos quien creíamos ser. Somos seres dormidos. Un ser que no tiene conciencia de sí mismo. En ese estado de sueño, confundimos el intelecto, el pensamiento que funciona independientemente de la emoción, con la inteligencia que incluye la capacidad de sentir lo que uno razona. Nuestras funciones ─nuestro pensamiento, nuestras emociones y nuestros movimientos─ trabajan sin dirección, a merced de los conflictos accidentales y de los hábitos. Es el estado de ser más bajo en el que pueda encontrarse el hombre. Vivimos en nuestro mundo estrecho, subjetivo, limitado, dirigido por nuestras asociaciones, que vienen de todas nuestras impresiones subjetivas. Es nuestra cárcel, a la que siempre volvemos.
La búsqueda del yo empieza con la pregunta «¿dónde estoy?» Debemos sentir la ausencia habitual del yo. Debemos conocer la sensación de vacío, de mentira, que afirma siempre una imagen de uno mismo: el falso yo. Uno tiene la costumbre de decir «yo» sin creer realmente en ello. De hecho, no hay nada más en lo que uno pueda creer. El querer ser nos empuja a decir «yo». Está detrás de todas nuestras manifestaciones. Pero no es consciente. Habitualmente buscamos la convicción de nuestra Presencia en la actitud de los demás hacia uno mismo. Si nos niegan, dudamos de nosotros. Si nos aceptan, creemos en nosotros mismos.
¿Somos realmente esa imagen que afirmamos?. ¿No hay un Yo real que pueda estar presente? Necesitamos una experiencia directa del conocimiento de uno mismo. Primero tenemos que ver los obstáculos que se interponen como una pantalla. Necesitamos ver qué creamos en la mente, nuestro pensamiento. Creemos que eso somos nosotros. Queremos saber, hemos leído, hemos escuchado. Todo eso es la expresión de nuestro yo ordinario, de nuestro ego. Eso nos impide abrirnos a la conciencia, ver «lo que es» y lo que «yo somos».
Nuestro esfuerzo no puede ser impuesto. Uno tiene miedo del vacío, miedo de no ser nada. Entonces, uno se esfuerza por ser diferente. Pero ese esfuerzo ¿quién lo hace? Debemos ver que también eso viene del yo ordinario. Toda imposición viene del ego. ¿Podría no seguir siendo engañados por la imagen o el ideal impuesto por el pensamiento?
Necesitamos aceptar el vacío, aceptar no ser nada, aceptar «lo que es». Es en ese estado donde aparece la posibilidad de una nueva percepción.

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sábado, septiembre 28, 2019

La Fuerza de la Vida

El hombre sigue siendo un misterio para sí mismo. Siente nostalgia de lo duradero, de la permanencia, de lo absoluto; ya que todo lo que constituye su vida es temporal, efímero, limitado. Aspira a un mundo que le sobrepasa, aunque presiente que le podría ser dado participar en él. El hombre busca una idea, una inspiración, que podría ayudarlo a moverse en esa dirección. Esa idea surge en él como una pregunta: «¿Quién soy yo?» ... «¿Quién soy yo en este mundo?» Si esas preguntas llegan a ser suficientemente vivas, puede dirigir su vida. Él no puede responderlas. No sabe con qué responder. No tiene ningún conocimiento propio que le permita enfrentar esas preguntas. Pero siente que tiene que atenderlas. Se pregunta lo que él es. Ese es el primer cambio en el camino. Quiere abrir los ojos. Quiere despertar.


Uno quiere vivir, estar en la vida. Desde el nacimiento, algo en nosotros busca afirmarse en el mundo exterior. Uno quiere devorar el mundo. No quiero ser devorado. Quiere ser siempre el primero, y muy pronto encuentra la resistencia del mundo. A partir de ahí, ese impulso fundamental de autoafirmación asume formas muy curiosas; por ejemplo, la autocompasión o la negación a manifestarse.
Queremos vivir; estar de acuerdo con la vida. Hacemos esfuerzos para vivir y esa misma fuerza mantiene la vida del cuerpo. Queremos algo y cuando ese deseo aparece, esa fuerza está aquí. Nos empuja hacia la manifestación. A lo largo de la vida, en todo lo que hacemos, buscamos afirmar esa fuerza. Todos los actos, por pequeños que sean, son una afirmación. Detrás de cada afirmación sin duda hay algo verdadero. Esa fuerza en nosotros es irreprimible.
Sin embargo, no sabemos sobre qué se apoya la afirmación. Creemos estar afirmándonos a nosotros mismos y estamos identificados con esa fuerza. Pero ella no es nuestra, aunque este en nosotros. Al afirmarla como propia, no nos separamos de ella, pero al querer atribuirnos su poder, interrumpimos su acción. De esa manera, creamos hechos que nos retienen en un mundo privado de la acción de esa fuerza. Y nuestro yo se hace pesado e inerte.

Necesitamos ver lo insignificantes que somos respecto a la fuerza de vida. Siempre queremos poseer. El niño quiere tener. El adulto quiere ser. Ese deseo constante de tener crea el miedo y la necesidad de ser reconfortado. Algo necesita crecer y ser, algo que relaciona el Todo con una fuerza superior.
Solo hay una fuente de energía. Desde que nuestra energía es llamada hacia una dirección u otra, aparece una fuerza. La fuerza es una energía en movimiento. Toma direcciones diferentes, pero la fuente es la misma. La fuerza de vida, la fuerza de la manifestación siempre está en movimiento. Debe fluir. Estamos completamente despojados y somos arrastrados por ella, y siempre lo estaremos si no nos volvemos hacia otra parte de nosotros mismos.

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viernes, septiembre 27, 2019

Observarse a Sí mismo

Para comprendernos a nosotros mismos necesitamos ante todo una mente capaz de observar sin alterar nada. Eso requiere de una plena atención por nuestra parte. Y esa observación aparece cuando hay una necesidad real de conocerse, cuando la mente es capaz de rechazarlo todo y se limita solo a observar.
Nunca nos observamos en la acción. Nunca nos vemos funcionando mecánicamente ni nos damos cuenta de que es así como queremos funcionar. Necesitamos convencernos de las desorientaciones, de las experiencias y del saber que nos impiden observarnos. Esa clase de observación es el principio del conocimiento de uno mismo.
Cuando tratamos de pensar, de sentir cada pensamiento o cada emoción, nos ocurre que nuestra atención divaga por todas partes. Los pensamientos nunca terminan, las emociones no desaparecen y no llegamos a descubrir el sentido profundo de esos pensamientos o de esas emociones. Es necesario que todo el proceso se haga más lento, pero esta desaceleración no puede ser impuesta, sino nos crearía conflictos. Las imposiciones anulan el esfuerzo. No obstante, el hecho mismo de la observación desacelera el proceso.

El movimiento de las emociones se hace más lento cuando la atención se vacía de toda imagen, palabra o experiencia. Un pequeño instante ocurre antes de que aparezca la reacción bajo la forma de pensamiento o emoción, y entonces es cuando podemos verlos aparecer. Verlos de tal manera que conozcamos su realidad. Como nuestro único interés es ver, no detenemos los hechos que se producen y su contenido profundo nos es revelado. Estamos delante de un hecho. Por primera vez comprendemos lo que es un hecho: algo que no puedo cambiar, que no se puede evitar, algo que es. Aquí está lo real. La verdad se vuelve todopoderosa para nosotros. Un estado de atención es un estado en el cual todo saber se ha detenido y solo existe la búsqueda, ¿cómo se puede llegar a conocer algo viviente? Siguiéndolo. Para conocer el Yo, debemos seguirlo.

Observarse a sí mismo es necesario, pero esta práctica muchas veces ha sido mal comprendida. Normalmente, cuando observamos, hay un centro desde donde se realiza la observación y la mente proyecta la idea de observar. Pero la idea no es la observación; ver no es una idea, el acto de ver es una experiencia. No es fijar la mente sobre un objeto. El objeto es uno mismo vivo, un ser que necesita ser reconocido para vivir. No es un punto fijo que mira a otro. Es un acto total, una experiencia que solo se puede realizar cuando no hay separación entre lo que ve y lo que es visto. No hay un centro desde donde se hace la observación. Hay un sentimiento de un tipo especial, un deseo de conocer, un afecto que envuelve todo lo que se ve y no deja de interesarse por nada. Necesitamos ver. Cuando comenzamos a ver, se comienza a amar lo que vemos. Estamos en contacto con lo que vemos, intensamente, completamente. Ese conocimiento es el resultado de esta nueva condición. Despertamos a lo que somos y tocamos la fuente del verdadero amor, una cualidad del ser.

La verdad de lo que somos solo puede ser vista por una inteligencia en nosotros, una energía impecable que ve. Debe haber una relación muy precisa entre el pensamiento habitual y esa visión; una debe someterse a la otra; de otra manera, uno es tomado por el material del pensamiento. No puede haber ninguna contradicción, por pequeña que sea, en uno mismo; de lo contrario, no puedo ver. Una contradicción quiere decir, por un lado, la necesidad de conocer lo que uno es, y por otro, una mente que funciona sola, para ella misma; una emoción que trabaja sola, para ella misma; y tensiones que separan de una sensación. ¿Vamos a tratar de cambiar nuestro estado porque ayer tuvimos uno mejor?; o bien, en esta oscuridad y porque se siente, la necesidad de claridad, de visión, ¿se hace sentir? Si sentimos la necesidad de ver, un sentimiento que es completamente diferente, poco a poco las tensiones disminuyen por sí solas. Es abrirse a esa energía sin buscar alcanzar resultados. Debe haber una fuerza que el cuerpo perciba; de lo contrario, él no se abrirá. La energía se libera y aparece una realidad interior. Ya no hay contradicción. Ahora se ve... solo vemos.

Observarse sin conflicto es como seguir un torrente. Con una mirada que se anticipa al agua que se precipita, ver el movimiento de cada pequeña ola. Uno no tiene tiempo de formular, de nombrar, de juzgar. Ya no hay pensamiento. El cerebro se vuelve muy tranquilo, muy sensible, muy vivo, pero tranquilo. Puede ver sin distorsión. La observación silenciosa hace nacer la comprensión, pero esa verdad debe ser vista. El orden nace de la comprensión de lo que es el desorden.
Esa posibilidad de ser a la vez el caos y la presencia al caos es el conocimiento de otro orden de cosas.

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lunes, julio 15, 2019

Razón, Emoción y Opinión

Los seres humanos actuamos en función de dos procesos mentales mutuamente superpuestos: el razonamiento lógico, organizado desde la corteza cerebral prefrontal, y los sentimientos que ese razonamiento origina, organizados desde la amígdala y otras estructuras del interior del cerebro. Ambas regiones cerebrales están interconectadas haciendo que nuestros razonamientos movilicen y cambien nuestros sentimientos y que éstos, a su vez, también influyan en nuestro modo de razonar y ver las cosas. Ninguna persona con un cerebro sano puede detener voluntariamente alguno de estos dos procesos y funcionar sólo con el otro. Es decir, no hay personas puramente racionales ni personas puramente emocionales. Somos seres racionales y emocionales a la vez.
Ese modo de funcionar del cerebro y la mente humana se pone especialmente de manifiesto cuando expresamos públicamente opiniones sobre cuestiones de cierta relevancia, pues con frecuencia nos volvemos esclavos de esas opiniones tratando de mantenerlas a toda costa incluso cuando sabemos que no están suficientemente justificadas.

El tratar de sostener opiniones depende mucho del carácter, los intereses y las experiencias previas de cada persona. Pero hay veces en que ni siquiera es necesario un interés especial en retener una opinión para que la tenacidad sea suprema en el aferrarse a ella, incluso cuando es difícilmente sostenible. ¿Por qué nos comportamos de ese modo? ¿Por qué nos cuesta tanto rectificar cuando nos equivocamos?
La explicación está en dicha interacción entre procesos racionales y emocionales de la mente humana. Sentir que los demás nos devalúan y que perdemos prestigio ante ellos al equivocarnos o ser contradichos puede llegar a ser muy doloroso. Algunos experimentos científicos han mostrado que la exclusión social activa ciertas regiones cerebrales que son las mismas que se activan cuando nos hacemos daño y sentimos dolor físico. Según la relevancia y contexto del asunto, la persona cuya opinión es cuestionada por argumentos consistentes puede pasarlo muy mal.

La reacción consiste entonces en forzarnos para tratar de encontrar fallas en los fundamentos de quien nos critica o contradice, o para hallar nuevos argumentos que revaloricen y avalen la propia opinión reduciendo el malestar que padecemos. Pocas conductas son más persistentes que las que buscan aliviar un malestar tan duro como el que resulta del daño al amor propio, y por eso no descansamos cuando eso ocurre tratando de recuperar como sea la autoestima perdida.
Pero la situación es diferente cuando en la intransigencia hay comprometidos intereses importantes, sean éstos económicos, políticos, morales o de intimidad personal. En estos casos, la autoestima y el prestigio personal y pueden caerse del pedestal, pues la anticipación de la nueva emoción negativa subyacente a las posibles consecuencias de no cambiar de opinión puede acabar imponiéndose y determinando el comportamiento de las personas.

La pelea dialéctica más que enfrentar razonamientos lo que generalmente enfrenta son las diferentes emociones que los propios razonamientos suscitan. Las emociones casi siempre acaban determinando nuestra conducta, aunque no nos demos cuenta. Pero, como dejó escrito el filósofo y sabio Marco Aurelio, activando la razón siempre podemos ver las cosas de otra manera y crear de ese modo nuevos e interesados sentimientos que al sintonizar con ella nos devuelvan la autoestima y el bienestar. No es que nos engañemos a nosotros mismos, es que esa es la naturaleza humana y a ella, irremediablemente, respondemos.

Fuente: Ignacio Morgado Bernal - catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de Emociones corrosivas: Cómo afrontar la envidia, la codicia, la culpabilidad y la vergüenza, el odio y la vanidad. Barcelona: Ariel, 2017.

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lunes, febrero 25, 2019

Contradicciones en la Naturaleza del Ser Humano

No siendo la filosofía otra cosa que el estudio de la sabiduría y de la verdad, se podía con razón esperar que aquellos que le han dedicado más tiempo y esfuerzo deberían disfrutar de una mayor tranquilidad y serenidad mental, de una mayor claridad y evidencia en el conocimiento, y estar menos perturbados que otros hombres por dudas y dificultades.
Sin embargo, vemos que la masa no culta de la humanidad que sigue la senda del simple sentido común y se rige por los dictados de la naturaleza se encuentra en su mayor parte tranquila y despreocupada. Nada que sea familiar les parece inexplicable o difícil de comprender. No se quejan de falta de evidencia en sus sentidos, y están totalmente fuera del peligro de convertirse en escépticos. Pero, tan pronto como nos separamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, surgen miles de dudas en nuestras mentes en relación con aquellas cosas que antes nos parecía comprender totalmente. Por todas partes se descubren ante nuestros ojos prejuicios y errores de los sentidos; y al tratar de corregirlos por medio de la razón desembocamos, sin darnos cuenta, en extrañas paradojas, dificultades e inconsistencias que se multiplican y nos desbordan, a medida que avanzamos en la especulación, hasta que, al fin, después de haber vagado por muchos intrincados laberintos, nos encontramos exactamente donde estábamos, o, lo que es peor, situados en un escepticismo desolador.

Se piensa que la causa de esto es la oscuridad de las cosas, o la debilidad e imperfección natural de nuestro entendimiento. Se dice que las facultades que poseemos son escasas, y destinadas por la naturaleza al mantenimiento y comodidad de la vida y no a penetrar en la esencia y en la constitución interna de las cosas. Además, al ser la mente del hombre finita, no debe extrañarnos que cuando se ocupa de cosas que participan de la infinitud, se precipite en absurdos y en contradicciones, siendo luego incapaz de salir de ellos, pues es propio de la naturaleza de lo infinito no ser comprendida por lo que es finito.

Pero quizá seamos demasiado parciales con nosotros mismos al atribuir básicamente la imperfección a nuestras facultades, y no, más bien, al uso equivocado que hacemos de ellas. Cuesta trabajo suponer que deducciones correctas a partir de principios verdaderos nos lleven a consecuencias que no puedan mantenerse o que sean contradictorias. En general me inclino a pensar que la mayor parte de las dificultades, si no todas, que han distraído hasta ahora a los filósofos y les han cerrado el camino hacia el conocimiento se deben por completo a nosotros mismos, que primero levantamos una polvareda y luego nos quejamos de que no vemos.

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miércoles, febrero 20, 2019

Vida Interior y Vida Exterior

Numerosos indicios nos hacen sentir que hay en nosotros dos naturalezas: una personal o individual, relativamente accesible a nuestros modos habituales de percepción; a la vez orgánica y psíquica (o animal y anímica); la otra, mucho más difícil de percibir, es experimentada como nuestra participación en algo más vasto que el individuo mismo, de manera que la denominamos espiritual, y aun universal; de hecho no sabemos bien cómo hablar de ella. La atención que el ser humano le presta es muy variable según cada quien y según los momentos de la vida; casi todos, sin embargo, deben reconocer que al menos en ciertos momentos han sentido dentro de sí mismos, al lado de su tendencia egocéntrica y personal, esa necesidad de infinito o "absoluto".

A partir del momento en el que una persona se vuelve de este modo hacia sí mismo, se interroga y se esfuerza por comprender tanto lo que es como lo que podría ser, va descubriendo que puede orientarse de dos maneras y tener, por así decirlo, dos tipos de "actividades", dos tipos de vida de sentido diferente. Una, enteramente orientada hacia lo externo, centrada, ante todo, en la eficiencia, la utilidad, el rendimiento del "individuo", en el marco de la sociedad a la que pertenece. La otra manera de orientarse, el otro tipo de "actividad", concierne a la vida interior: centrada, ante todo, en la "realización" de las posibilidades contenidas potencialmente en el individuo, el desarrollo de las facultades y cualidades propias que caracterizan su naturaleza humana. Esta manera de vivir, para quienes se consagran a ella, exige aún más tiempo y más cuidados, mayor formación, investigación, y estudios metódicos que los requeridos por la vida exterior.

Estas dos formas de vida pueden parecer a primera vista contradictorias, y lo son, en cierto modo. Es muy evidente, sin embargo, que cada una corresponde a una de las naturalezas del hombre y que un hombre completo debe vivir a la vez una y otra.
Estas dos naturalezas señalan la pertenencia del ser humano a dos grandes corrientes de igual importancia que atraviesan el universo existente y aseguran su equilibrio. Una es la corriente de creación que, originada en el nivel primario, fluye hacia las diversas formas de la manifestación y, desde este punto de vista, es una corriente involutiva; la otra es la que puede llamarse corriente de "espiritualización", pues, originada en las formas manifestadas, retorna al nivel primario, y es así una corriente de evolución. Por su doble naturaleza, y los dos aspectos de su vida, el ser humano pertenece a una y a otra siendo uno de los niveles de intercambio, un mediador entre estas dos corrientes. Quizá sea esta mediación la que marque su realización efectiva al mismo tiempo que le da su tercer aspecto.

En lo que a nosotros concierne de inmediato, en la vida exterior, conocemos —o creemos conocer— una de estas dos naturalezas, por la cual vivimos cotidianamente: nuestra naturaleza ordinaria. La vida la solicita sin cesar y sin cesar ella responde a la vida.
La otra naturaleza queda cada vez más olvidada tras ella, primero en forma de vida latente y adormecida, luego sumergida, ahogada en el inconsciente, y finalmente perdida. Mientras no está muy enterrada todavía, surge abruptamente, de vez en cuando, en momentos de lucidez, en los que de repente se nos impone (generalmente en los momentos difíciles) sin que sepamos de dónde nos viene. Esos momentos tienen un sabor tal que ya no nos dejan del todo tranquilos; por ellos guardamos el regusto de nuestra insuficiencia y la más o menos mala conciencia de haber sentido que no éramos lo que deberíamos ser. Pero no necesitamos en absoluto de tales momentos para vivir y si deseamos estar de nuevo tranquilos, no tenemos más que olvidarlos: lo que nos permitimos con la mayor facilidad, puesto que a nuestro alrededor, en la vida corriente, todo está hecho para ayudarnos a este olvido. Sin embargo, si un día una persona quiere ser ella misma plenamente, el restablecimiento del equilibrio perdido entre sus dos naturalezas y sus dos formas de vida es en verdad el primer trabajo necesario.

Una evolución interior y el trabajo que requiere sólo pueden ser llevados a cabo si están auténticamente motivados por la toma de conciencia de nuestras insuficiencias y nuestras fallas. Nunca nada es gratuito: la aceptación de este malestar inevitable es el primer tributo que la persona debe pagar para emprender la búsqueda de sí misma.
Quizá, en semejante búsqueda, uno corre el riesgo de oscilar entre la beatitud imbécil (que sería la ignorancia deliberada de dicho malestar) y un cierto masoquismo (que sería el darle un lugar excesivo a este malestar; ¿no lo han llamado algunos angustia metafísica?). La única actitud justa –ciertamente difícil─ es el reconocimiento exacto, con la esperanza de resolverlos, de nuestro malestar y nuestro conflicto interior tales como son.

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martes, diciembre 25, 2018

Proyectos de Inmortalidad

La negación de la muerte aborda dos puntos esenciales:
1. Los humanos son únicos en cuanto a que son los únicos animales que pueden conceptualizarse y pensar abstractamente sobre sí mismos. Los perros no se sientan a pensar acerca de su carrera. Los gatos no piensan en sus errores pasados o se preguntan qué hubiera sucedido si hubieran actuado diferente. Los monos no discuten sobre sus posibilidades futuras, del mismo modo que los peces no van por ahí preguntándose si les parecerían más atractivos a otros peces si tuvieran una aleta más larga.

Como humanos, estamos bendecidos con la habilidad de imaginarnos en situaciones hipotéticas, podemos contemplar el pasado y el presente e imaginar otras realidades o situaciones donde las cosas podrían ser diferentes. Justo por esta habilidad mental única todos, en algún momento, nos volvemos conscientes de la inevitabilidad de nuestra propia muerte. Al ser capaces de conceptualizar versiones alternativas de la realidad, somos también los únicos animales que se imaginan una realidad sin nosotros.
Esta toma de consciencia causa lo que podríamos llamar “el terror de la muerte”, una ansiedad existencial profunda que subyace en todo lo que pensamos o hacemos.

2. El segundo punto tiene que ver con la premisa de que, en esencia, poseemos dos "yo". El primero es el yo físico, aquel que come, duerme, respira, llora... El segundo es el yo conceptual, nuestra identidad o cómo nos percibimos.
Todos somos conscientes, en cierto nivel, que nuestro yo físico eventualmente morirá, que esa muerte es inevitable y esa inevitabilidad —en cierto nivel inconsciente— nos aterroriza. Por ello, y para compensar nuestro miedo de la pérdida inevitable de nuestro yo físico, tratamos de construir un yo conceptual que viva eternamente. Ésta es la razón por la cual la gente se esfuerza tanto por poner sus nombres en los edificios, en estatuas, en las tapas de libros. Por eso nos sentimos impelidos a pasar tanto tiempo entregándonos a los demás, especialmente a los niños, con la esperanza de que nuestra influencia —que nuestro yo conceptual— vivirá más allá de nuestro yo físico; que seremos recordados, venerados e idealizados mucho después de que nuestro yo físico haya dejado de existir.

A estos esfuerzos los vamos a denominar “proyectos de inmortalidad”, porque permiten a nuestro yo conceptual vivir más allá del momento de nuestra muerte física. La civilización humana es básicamente el resultado de proyectos de inmortalidad: las ciudades, los gobiernos, las estructuras y las autoridades actuales fueron los proyectos de inmortalidad de hombres y mujeres que vivieron antes que nosotros. Son los remanentes de los yo conceptuales que no murieron. Nombres como Jesús, Mahoma, Napoleón y Shakespeare son tan poderosos hoy como cuando estuvieron vivos, si no es que más. Y ésa es la meta. Ya sea a través de dominar una forma de arte, conquistar una nueva tierra, acumular increíbles riquezas o simplemente tener una familia grande y cariñosa que seguirá por generaciones, todo el significado en nuestras vidas está moldeado por este deseo innato de nunca morir realmente. La religión, la política, los deportes, el arte y la innovación tecnológica son el resultado de los proyectos de inmortalidad de la gente. Las guerras, las revoluciones y los asesinatos masivos ocurren cuando los proyectos de inmortalidad de un grupo se friccionan contra los de otro grupo. Siglos de opresión y el derramamiento de sangre de millones se han justificado como la defensa de un proyecto de inmortalidad de un grupo contra el de otro.



Pero, cuando nuestros proyectos de inmortalidad fallan, se pierde el significado; cuando la pretensión de que nuestro yo conceptual viva más allá de nuestro yo físico no se percibe como posible o probable, el terror a morir —esa horrible y deprimente ansiedad— vuelve a contaminar nuestra mente. Un trauma puede causar esto, tanto como la vergüenza y el ridículo social. También puede ser causada por la enfermedad mental.
Nuestros proyectos de inmortalidad son nuestros valores. Son los barómetros de significado y valor en nuestra vida. Cuando nuestros valores fallan, también lo hacemos nosotros. En esencia, el miedo nos mueve a todos cuando le damos demasiada importancia a algo, porque otorgarle importancia a algo es lo único que nos distrae de nuestra realidad y de la inevitabilidad de nuestra propia muerte. El hecho de no darle importancia a las cosas es alcanzar un estado casi espiritual de aceptación de la impermanencia de la propia existencia. En este estado, uno es mucho menos proclive a quedarse atrapado en las diferentes formas de sentirse con derecho a todo.

No obstante, los proyectos de inmortalidad de la gente son el problema, no la solución; porque más que intentar implementar, a menudo a través de la fuerza letal, su yo conceptual alrededor del mundo, la gente debería cuestionar ese yo conceptual y sentirse más cómoda con la realidad de su propia muerte. Este es el “antídoto amargo” y hay que luchar mucho por aceptarlo conforme uno se enfrenta cara a cara con su propio final. Como quiera que sea, la muerte es inevitable.

Entonces, no deberíamos evitar esta comprensión sino intentar aceptarla lo mejor que podamos. Sólo cuando nos sentimos cómodos con el hecho de nuestra propia muerte —con ese terror, con esa angustia subyacente que motiva todas las ambiciones frívolas de la vida— entonces podremos elegir nuestros valores con más libertad, sin las ataduras de esta búsqueda ilógica de inmortalidad; sólo entonces podremos liberarnos de perspectivas dogmáticas peligrosas.

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lunes, diciembre 03, 2018

Transformar los Hábitos

Los hábitos comienzan con un patrón psicológico que consta de tres partes. A estas tres partes se las llama 'bucle del hábito'. La primera parte del 'bucle del hábito' es el gatillo o señal. Esta señal o gatillo le indica a tu cerebro que se ponga en modo automático. La segunda parte del bucle comienza cuando ocurre el comportamiento como tal. Y la última parte del bucle es la recompensa, es lo que tu cerebro disfruta. Un bucle de hábitos trabaja a nivel subconsciente.

Hay muchas investigaciones que dicen que somos un cúmulo de hábitos y procesos que hacemos de forma inconsciente. Hay también investigaciones que indican que el 90% de lo que hacemos en nuestra vida es repetitivo, y que un 40% de lo que hacemos en un día no sabemos muy bien por qué lo hacemos.

Un mal hábito tiene un efecto perjudicial en tu vida, y también quizás, en la de quienes te rodean, pero por alguna razón sigues con él. Normalmente nos sentimos mal con los malos hábitos, pero igualmente cedemos cuando se produce la señal. Los malos hábitos son un efecto secundario de la naturaleza humana.

La mejor manera de terminar con los hábitos que no nos gustan es identificándolos, identificar las causas que lo producen e identificar los factores desencadenantes. Luego, se debe reemplazar ese hábito por otro que sea beneficioso y satisfaga la misma necesidad del hábito que queremos cambiar. También en necesario tomar medidas para que esa nueva rutina perdure a largo plazo.

Cambiar un hábito es diferente a incorporar uno nuevo. Son caminos diferentes. Los hábitos, en sí mismos, no pueden eliminarse. Da igual que sean buenos o malos, únicamente se pueden reemplazar por otros, mejores o peores. El cerebro no tolera el vacío de quitar un hábito, hay que poner algo en su lugar.

De todas las cosas que vamos haciendo durante el día, o cosas que debemos hacer por obligación, las que de alguna forma nos dan placer y nos gustan, las convertimos en hábitos. Por el efecto de repetición vamos incorporando una serie de hábitos en nuestro cerebro. Con el proceso de repetición asimilamos el hábito. Al querer eliminar el hábito no podemos porque a nuestro cerebro no le gusta dejar un vacío. Por eso, lo mejor es reemplazar el hábito. Hay que dar un complemento que compense la aportación del hábito que queremos eliminar. Repetir y repetir hasta que el cambio se reemplace.

Hay cuatro elementos que nos ayudan en el proceso de cambio de hábitos. El primer elemento para cambiar un hábito es ‘un por qué’. Quien tiene un porqué tiene un compromiso consigo mismo. Cuando tienes un porqué es más fácil hacerlo. Ese porqué es distinto en cada persona. Puede ser la salud, por amor, por respeto, etc.

El segundo elemento para poder cambiar un hábito es la visualización. Visualizarte a ti mismo de cómo eres ahora y qué estás haciendo, para posteriormente visualizarte cómo quieres llegar a ser. Es un efecto de programación. Si este ejercicio lo haces antes de ir a dormir dejas al subconsciente trabajando.

El tercer elemento es no dejar vacío de compensación al cerebro por la eliminación de un hábito, hay que reemplazarlo por otro, no eliminarlo. De no ser así, no se consigue. Recuerda, los hábitos no se eliminan, sólo pueden reemplazarse. Donde antes hacías unas cosas ahora debes hacer otra. Esa es la idea.

Cuarto elemento y muy importante, no debes permitir que se den las señales que lo conectan con el hábito anterior que estás reemplazando. Así evitas las señales y disparadores que te empujaban a ese hábito, ayudando al cerebro a disociarse con el antiguo placer que obtenía como recompensa del hábito anterior. Al final, lo que consigues al cambiar un hábito es que desencadenas alrededor de tu vida otros hábitos que empiezan a acompañarte y, como resultado, logras cambiar tu vida.

Los pasos para terminar con cualquier mal hábito son:
1. Conocimiento
2. Sustitución
3. Prevención

El proceso de cambio de hábitos es muy laborioso y puede que con algunos de ellos te sea muy costoso. Ahora sabes que los hábitos son reemplazables, y que todos los hábitos que tu tengas que creas conveniente reemplazar, sepas que puedes hacerlo. Si tienes muchos, mejor que te centres en uno e intentes cambiarlo. Al lograr ese cambio te verás satisfecho por haber logrado tu propósito y tendrás más fuerzas para el siguiente. Si intentas hacerlo con varios a la vez, a lo mejor te invade la frustración de ver pocos cambios.

Algunos serán más fáciles de reemplazar que otros. Quizá, habrá alguno del que necesites ayuda externa. Por ello no debes sentirte mal, peor es no hacerlo si el hábito es perjudicial. Si tienes un porqué, eso te llevará como mínimo a la mitad del camino.

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sábado, diciembre 01, 2018

Metas y Objetivos

El error más frecuente que cometemos cuando nos fijamos metas y objetivos es no concretar una fecha de cumplimiento concreta. Cuando ponemos una fecha de vencimiento sabemos que tenemos que realizar un esfuerzo diario para lograr ese propósito. Establecer metas sin fecha concreta es lo mismo que establecer metas imposibles de conseguir.

Una meta es un resultado deseado que una persona o sistema imagina, planea y se compromete a lograr. Y un objetivo, es la finalidad hacia la cual deben dirigirse los recursos y esfuerzos para dar cumplimiento a los propósitos.
La finalidad de ambas es lograr un fin, un resultado deseado. La diferencia entre estos dos conceptos es el espacio y el tiempo. Las metas son más amplias, son principios que guían el proceso de toma de decisiones; por su lado, los objetivos son específicos, medibles, son pequeños pasos para alcanzar la meta.

Las metas son más a largo plazo, te llevan a un fin a más largo plazo. Son más difíciles de medir y los objetivos son medibles y más concretos. Las metas ponen la mirada en el horizonte, y los objetivos se enfocan en los pasos para llegar a ese horizonte. Las metas y objetivos pueden compartir un fin deseado, la meta será más abstracta y los objetivos estarán alineados a la consecución de esa meta. El fin de las metas y los objetivos establecidos van alineados.

Debemos fijar fechas para nuestras metas y, para el logro de esas metas, debemos fijar objetivos parciales que nos ayuden a acercarnos a ellas.
¿Es importante fijar metas y objetivos? ¿Lo has hecho alguna vez? ¿Quién decide si es importante o no lo es? La respuesta a estas preguntas, es que depende de cómo valoramos las cosas en función de lo aprendido.

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